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Del yo escindido a la indigestión: Apuntes para una dietética.

  • Giuliano Milla Segovia
  • 13 oct 2020
  • 5 Min. de lectura

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La unidad es la vía regia hacia la vida. Un núcleo compacto que nos permite participar de lo real. Su ausencia es la patria perdida, el cielo de donde hemos caído. El cuerpo sin nosotros. Una razón fugitiva que nos condena al autoexilio. Dividido el ser, podemos hablar de una rotura ontológica. Cuyo problema residirá en que justamente el acceso a la real realidad es de orden ontológico. Sin serlo, veremos caricaturas o entes nebulosos cual remedo de la vida. En otras palabras, realidades de segunda mano que dejarían la vida real detrás del telón, reemplazada por una farsa a la que nuestra conciencia escindida nos estaría sometiendo y de la cual nos haríamos partidarios.


Así, todo acto queda subordinado a la lógica de la dis-cordia. Lo que significa que descorazonados y privados de concordia exhibiremos un cuore ensangrentado por el filudo corte del pensamiento que se encargará de colocar diques en el río del presocrático que alguna vez dijo: “panta rei”. Pero inquietos preguntamos: ¿Cómo es que el ser humano pasa de soberano de la unidad a ser un nostálgico paradisiaco dividido? En nuestro afán de paraíso y como remedo angélico, intentaremos colocarnos alas. Pero en vez de edénicos, seremos nefelibatas. O sea, andaremos por las nubes. En perpetua desconexión de la vida. Y este ángel que queramos ser no será otra cosa que un superyó que no nos corresponde. O dicho de otro modo, un yo que por su naturaleza elástica pretenderá ser quien no es. Pues, somos humanos y no ángeles. Y los humanos debemos actuar humanamente y no angélicamente. De ese modo lo creería Nietzsche (2014 [1895]) al hablar de “las calumnias contra el «más acá» y de todos los embustes sobre el «más allá»” (p.25) por el que pagamos un alto precio al coronar a la moderna Razón, que no era otra cosa que una razón contra naturam, negadora de la conexión humana. Cuestión que resolverá con un bíblico Ecce Homo antepuesto a una razón superyoica aplastante y de divinas pretensiones. ¿Y qué es esta razón superyoica?


Podemos comprenderla tomando prestado un ejemplo que utiliza la psicóloga analítica Frieda Fordham (1955) para explicar el animus: “…una asamblea de padres o cierta clase de dignatarios que emiten juicios ex cathedra de un modo incontestable” (p.88). Esto quiere decir que la razón superyoica actúa como dogma incorruptible, incuestionable e irrebatible. A saber, es nuestro yo-juez que constantemente estará enjuiciando la realidad sin la menor intención de involucrarse en ella. En vez de participar de la vida buscará criticarla, medirla y evaluarla. El clásico: “¿la estamos pasando bien no?” que automáticamente nos expulsará de la experiencia. Dejando en evidencia que es más importante tener la certeza de que ‘la estamos pasando bien’ que el ‘pasarla bien’ efectivamente. Porque el yo-juez exige pasarla bien, sino no vale la pena. Nos pone la valla demasiado alta, porque se siente ángel. El superyó no acepta que seamos jugadores de tercera división como el sincero Luder quien dijo: “Mis mejores goles los metí en una cancha polvorienta de los suburbios ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada”. Lúcida confesión que dista del inflado superyó que infravalora la experiencia del yo y, en consecuencia, lo desconecta de ella, escindiéndolo. ¿Y qué puede darnos un yo escindido y dividido? La maestra Victoria Santa Cruz sentenció: “Si el hombre está dividido, su hacer será también dividido, fragmentado” (2004, p. 33). Ese quehacer empobrecido es la migaja hipocalórica deudora de una escisión que se ha dado paulatinamente desde la infancia. No aprovechamos la riqueza nutritiva del cotidiano vivir, dejando anémica nuestra interioridad. Pues, es la conexión la que nos permite beber de ese caldo de cultivo que es la vida. Por lo tanto, perder la conexión es perder la vida.


La persona desconectada es una persona indigesta. No puede digerir la vida. Curiosamente el vocablo ‘digestión’ parte del étimo latino “gerere”, que significa “llevar a cabo”, hacer, gestionar. Y el hacer del yo dividido es un mezquino hacer, ergo: una indigestión. La realidad con la que se conecta es una ilusión, se va a alimentar de la farsa, esa realidad de segunda mano que no nutre. O por lo contrario, se engullirá la comida en un hambriento impulso, sin saber que está yendo por el otro extremo, esta vez no por defecto, sino por exceso. Esa es la política del fast food que termina otra vez indigestándolo. Comer rápido en un mundo que va rápido también, bajo la premisa de una razón dietética hipercalórica que lo dejará inmóvil. Paradójicamente ese presuroso mundo que apremia nos inmoviliza.


En esta dirección, la indigestión a causa del quehacer mezquino que se origina por la ausencia de involucramiento con la realidad como tránsfugas del presente o a causa del compulsivo ir a la realidad entendiéndola como una fast life, parten de una misma raíz problemática: la desconexión con uno mismo. Vuelvo a citar a la maestra: “¿Quién es el enemigo? ¿No vive a caso el enemigo en casa? ¡Pues entremos en ella! ¡No olvidar que somos los dueños de casa! ¡Desalojemos al extraño! ¿Desalojarlo? ¿Por qué? (…) ¡Transformarlo es la clave!” (2004, p. 38).


Ese extraño escindido somos nosotros, el yo desalojado por el superyó, el yo que es vasallo del pensamiento, de las exigencias autoimpuestas, de las hipercríticas y de la dureza con uno mismo. Por consiguiente, la fórmula de regreso es integrar al yo desintegrado. Transformarlo ¿Cómo? Se puede ensayar una respuesta a partir del eslabón perdido que la coreógrafa peruana propone reencontrar.


La guía que dicta la pauta es el ritmo organizador según la voz de Victoria, que “generará una química-vibración que alimentará la vida interna (…) afinando a quien experimenta lo que es vivir un proceso” (p.41). De ese modo, el cuerpo sería la base epistémica a través de la cual podremos tener un verdadero involucramiento a nivel ontológico o, lo que es lo mismo, al nivel del ser. El cuerpo guiado por el ritmo tendrá el mapa de regreso a sí mismo, a su propia esencia, a su unidad. De forma que, esta vez regresaremos de la indigestión a la unidad. Pero no una unidad perfecta, como la angélica. Sino una unidad humana, de naturaleza imperfecta, que pese a sus tendencias a la desintegración sabe que tiene el instrumento del ritmo como patrimonio de la humanidad y principio creador de la unidad para retornar a la patria perdida.


Referencias Fordham, F. (1955). Introducción a la psicología de Jüng. México D.F.: Editorial Alameda. Nietzsche, F. (2014). El Anticristo. Madrid: Edimat libros. Ribeyro, J. (2014). Dichos de Luder. Lima: Lapix editores. Santa Cruz, V. (2004). Ritmo: El eterno organizador. Lima: Ediciones COPÉ.

 
 
 

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