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El mundo como contingencia: Adaptándose a la adaptabilidad.

  • rbravoruiz
  • 30 may 2020
  • 5 Min. de lectura

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Estamos en época de cambios. Un principio universal de todo proceso de cambio es sin duda la conmoción; todo cambio afecta, conmueve, o mínimamente sacude la quietud del objeto del cambio. Sin embargo no puede dejar de observarse que inicio este texto induciendo al lector a la confusión. Ciertamente no estamos en época de cambios, ya que no existe una situación ajena al cambio. No hay una época, instancia, o momento histórico en la vida del hombre donde el cambio se detenga, donde la quietud gobierne. El cambio es el estado natural de la existencia, y la conmoción asociada a este resulta ser una constante en la experiencia de todo individuo. Pero es tan cierto que los cambios no cesan, como lo es la necesidad de intentar establecer medidas para que no sean tan notorios. Dicho de otra forma, los seres humanos nos defendemos de la ineludible conmoción que generan los cambios, intentando generar un clima artificial de quietud.


En un interesante análisis realizado por el filósofo estado unidense Darin Mcnabb[1], en torno a la actual coyuntura del corona virus, introduce un elemento clave para comprender lo que, en este orden de ideas, constituye el más importante factor de la pandemia, a saber, la necesidad de entender que el Covid-19 nos está mostrando a todas luces la inexistencia de la quietud, la fragilidad de un mundo que suponemos fijo e inamovible. El filósofo plantea el principio de contingencia para establecer el grado de confusión en que nos absorbemos al no acceder a un análisis profundo que nos permita realizar una apropiada distinción de los elementos del fenómeno, que en última instancia, intenta regalarnos un panorama integrativo de todo lo que ocurre/ocurrió a lo largo de la historia, de cara a conocer de cerca la verdadera estructura del mundo sobre el cual estamos contenidos, y en cuyo trasfondo, anida una naturaleza dinámica que se revela en cada evento de sus representaciones. En términos platónicos podríamos decir: la actual pandemia, como toda catástrofe, tiene el potencial de enseñarnos la distinción entre el mundo sensible[2] y el mundo inteligible[3].


Pero pasemos a intentar revisar con cierta minuciosidad, y en la línea de los planteamientos de McNabb, los elementos que constituyen el fenómeno; solemos decir: “Debido a las contingencias, ocasionadas por la pandemia, nuestras actividades laborales cesarán hasta nuevo aviso”. Expresiones como estas son muy comunes hoy en día, sin embargo, ¿Cuál es el riesgo implícito ante una inapropiada lectura del mensaje?

Si las actividades laborales “cesarán hasta nuevo aviso”, aquello en más de un sentido, implicaría suponer que en algún momento nuestras labores se reanudarán con normalidad, en cuanto las contingencias “desaparezcan”. Si esto fuese así, entonces las contingencias ocurrirían sobre la base de un mundo fijo, el cual nunca cambia, y, sólo se vería eventualmente afectado hasta la disolución de dichas contingencias. Una vez suprimidas, el mundo recuperaría su status quo, devolviéndole a la gente su “normalidad”, y con ella, la apacible quietud del mundo que consideran fijo e inamovible.

El error consiste en suponer que lo contingente se refiere únicamente a los acontecimientos. Lo contingente también se encuentra formando parte del mundo sobre el cual se suscitan los acontecimientos; esto implica que no sólo las circunstancias cambian, también cambia el escenario de los cambios. El problema comienza cuando nos oponemos obsesivamente al flujo de los acontecimientos sujetos a una nueva estructura de la realidad, es decir, cuando no aceptamos el cambio. Si perdemos el trabajo, buscamos desesperadamente otro hasta encontrarlo y sentir que “no ha pasado nada”. Si nuestra pareja nos abandona, emprendemos aterrados la búsqueda de un remplazo, no necesariamente por amor, sino por la desmedida necesidad de mitigar la sensación de cambio. En ambos casos la contingencia nos invita a situarnos en un escenario distinto, a preguntarnos: “Ahora que estoy desempleado, ¿Qué expectativas tiene de mí la vida?”, o, “Mi pareja me dejó, ¿Qué será aquello que debo descubrir y enfrentar en mi soledad?”, sin embargo, solemos rechazar estas invitaciones aferrándonos a una inconsistente promesa de quietud: “Todo volverá a ser como antes”.


Intentando esbozar un modelo existenciario de conducta adaptativa, empecemos por establecer un adecuado orden de los elementos. Tanto la pandemia como el mundo al que azota se encuentran en constante movimiento. Antiguamente el corona virus tomó la forma de la segunda guerra mundial, del crack del 29, o de la peste española; y el mundo sobre el que estos eventos se imprimieron fueron a su vez mostrando dramáticos cambios sociales, económicos, políticos, y culturales que ineludiblemente contribuyeron con la constitución del mundo tal y como lo conocemos ahora, radicalmente distinto a como fue.

El mundo como contingencia, como vemos, sufrirá invariablemente una serie de cambios que afectarán, quizás de modo permanente, nuestra forma de vida. Muchas medidas sanitarias se incorporaron ya en la estructura de nuestra vida civil, y en más de un sentido, dichas medidas han afectado el modo convencional con el cual hemos desarrollado nuestros vínculos comunitarios. Los gobiernos se inclinarán por generar nuevas disposiciones y políticas salubres, contra las cuales, el derecho a la libre elección se verá cada vez más restringido. Y no dejemos de lado la dramática transformación que sufrirá el sistema económico, los procesos de producción, y las diversas corrientes laborales. Todo ello nos habla, en última instancia, de la necesidad de afinar nuestra percepción individual y colectiva al reconocimiento de nuestras conductas evitativas, aquellas que no nos permiten apreciar con valor y dignidad que el mundo que conocíamos no volverá, y que es menester no sólo adaptarnos al cambio, sino, aprender a vivir de un modo sempiternamente adaptativo.


El mundo que le estamos dejando a nuestros hijos no es el mismo. Ya no podemos exponerlos al sol como antes; si éramos cuidadosos con su alimentación, hoy tenemos que serlo el doble; si tuvimos temor de la violencia hacia ellos, hoy más que nunca dicho temor se hace patente; y, por si fuera poco, el mundo de hoy amenaza con restringir su universo de juegos, abrazos, comunión, y confianza plena. Con todo esto no pretendo diseminar un halo de fatalidad sino todo lo contrario, pienso que el mejor y más valioso regalo que podemos hacerle a nuestros hijos consiste en prepararlos para la vida con integridad, y esto implica enseñarles a abrir los ojos y soportar el dolor de la luz; ya que no es el dolor ante la exposición de la luz lo que prevalece, sino la infinita conmoción del corazón al contemplar el paisaje de lo real. “Si las puertas de la percepción quedaran depuradas, todas las cosas aparecerían ante el hombre tal como son: infinitas”. William Blake.

[1] Darin Mcnabb es doctor en filosofía por el Boston College Chestnuthill, y conductor del programa “La fonda filosófica” en su propio canal de youtube. [2] El mundo que puede percibirse a través de la experiencia sensorial. [3] El mundo de las ideas que se revela sólo subjetivamente en la conciencia individual.

 
 
 

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