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Epílogo No Autorizado del conflicto bélico

  • rbravoruiz
  • 2 mar 2022
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 3 mar 2022


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La invasión rusa a Ucrania ha puesto a la humanidad de cara ante las posibles atrocidades que ciertos sectores del poder político global son capaces de desplegar en el momento menos pensado. Cuando, aparentemente, empezábamos a relajarnos luego del desastre mundial que provocó la pandemia surge esta nueva embestida del destino, un destino tristemente controlado por aquellos que pretenden establecer los parámetros de la normalidad, la cual, se nos hace cada vez más extraña y anómala. En este caso, no pretendo dar a conocer mi punto de vista, ya que sé que mi opinión es sólo relativamente relevante, y ante ello, prefiero compartir un intento de análisis a la luz del pensamiento de algunos de los faros filosóficos que alumbran, hasta la fecha, el mundo occidental y de esta manera dejar sentados algunos criterios que puedan, en el mejor de los casos, servirle al lector para expandir su elaboración crítica.


Si hablamos de guerras, tendríamos que entender en principio cómo funcionan las estructuras sobre las cuales han de erigirse los acuerdos sociales. Muy en la línea de los llamados contractualistas[1], hemos de entender la sociedad y la representatividad política de quienes la dirigen, como una red de normas que rigen el funcionamiento de la vida civil de cada individuo, los cuales, no necesariamente han de estar de acuerdo con la forma cómo ha sido organizado el globo; pero lo cierto es que hemos caído en un mundo ya hecho, y hecho a la medida, tristemente, de aquellos que tienen la potestad de cambiar su estructura en función de sus apetencias de turno.


Pero mi reflexión no está centrada en la visión contractualista de la sociedad, ya que, considero que antes de ello existe todo un cúmulo de consideraciones que tenemos que observar en torno al individuo y al conocimiento que precisa para establecerse como ente social, en el marco de una óptima comprensión de aquellos elementos que, de ser ignorados, devendría la catástrofe que lastimosamente parece prevalecer en el panorama político mundial.


Aristóteles, en La Política, establece las bases para la comprensión del llamado derecho natural, y aunque muchas de sus aplicaciones son incompatibles con la manera cómo se concibe el acuerdo o pacto social que rige nuestro actual panorama político, sus ideas no deben ser dejadas de lado, y, más aún, aquellas que fungen de soporte epistemológico de sus elaboraciones políticas; me refiero expresamente a aquellas ideas que expone en una de sus obras más celebres, a saber, Metafísica.


Dice Aristóteles, que el conocimiento se divide en tres grandes grupos: ciencias teóricas (θεωρία), prácticas (πραξις), y poiéticas (ποίησις). Las ciencias teóricas, a saber de Aristóteles, constituyen el punto de partida de las demás formas de ciencias, y su objetivo consiste en desvelar el trasfondo existencial de todo fenómeno, lo que implica remitirse al principio que permite que las demás cosas sean; es decir, antes de sumergirse en las profundidades de la interacción con cada ente que puebla el mundo, un estudiante serio debe conocer mínimamente las condiciones que posibilitan las acciones que ejecutan cada uno de los entes con los que interactuamos. Esto confiere a la metafísica, de acuerdo a Aristóteles, el estatuto de filosofía primera.

Un aspecto muy interesante del conocimiento teórico, al cual alude el estagirita, es que tiene la particularidad de no rendirle cuentas a ningún proceso productivo. Al respecto, señalan Reale y Antíseri (2007; 301): ¿Pero "para qué sirve" esta metafísica?, se preguntará alguno. Hacerse esta pregunta significa situarse en el punto de vista antitético al de Aristóteles. Él dice que la metafísica es la ciencia más alta porque no está ligada a necesidades materiales. La metafísica no es una ciencia que esté orientada a propósitos prácticos o empíricos. Las ciencias que tienen tales finalidades les están sometidas, no valen en sí ni por sí sino sólo en la medida en que las realizan; en cambio la metafísica es ciencia que vale en sí y por sí porque tiene en ella misma su finalidad y en ese sentido es ciencia "libre" por excelencia.


Aquello implica que, en contraposición a lo que suele entenderse hoy en día, el conocimiento más elevado no debe medirse en función de aquellos productos tangibles que de éste emerjan. Es heredero de una conciencia absolutamente utilitarista aquel que considere que únicamente es valioso aquello que necesariamente deba remitir algún beneficio concreto o alguna acción ponderable. Aquel que conciba una idea, únicamente en función de su valor concreto, está condenado a no comprender el sustrato abstracto que sostiene la materialidad de sus ideas.


Comprendido este punto, las otras dos categorías de conocimiento, a saber, prácticas y poiéticas han de entenderse como ciencias de segundo y tercer orden, cuyo adecuado funcionamiento dependen estrictamente de una apropiada valoración de las ciencias teóricas. En este sentido me atrevo a plantear el quebrantamiento de los falsos paradigmas que pretenden concebir la comprensión teórica como algo desprovisto de valor, incluso operativo. Ya lo decía el connotado psicólogo y filósofo alemán Kurt Lewis: no hay nada más práctico que una buena teoría.


Las ciencias prácticas, de acuerdo al edificio epistemológico aristotélico, la constituyen precisamente, y volcándonos nuevamente al tema central del artículo, la ética y la política. La acción práctica surge naturalmente como una prerrogativa de la inteligencia sujeta a la plena comprensión metafísica de cada fenómeno, en aras de alcanzar la plenitud moral. De hecho, ¿acaso no debería ser la política el más noble ejercicio?; ¿no es la política acaso, la ciencia de la administración pública?, es decir, ¿aquella que pretende garantizar la equidad, la seguridad, y la justicia en el marco del desarrollo colectivo e individual?; ¿acaso la idea de que exista un contrato social y una administración pública que vele por el cumplimiento de dicho contrato, no debería ser una condición y una labor reservadas estrictamente para aquellos ciudadanos encomiables?, y, lo más importante; ¿no es acaso, una imposibilidad absoluta que la administración pública llegue a buen puerto si le es encomendada a personas con un insipiente sentido moral, y por ende, con una marcada incapacidad para velar por el bien común? Las respuestas, desde la comprensión aristotélica resultan bastante obvias. Sin una apropiada formación humana, lo que implica un conocimiento exhaustivo del bien, la moral, y el bienestar espiritual del prójimo (todo lo cual se gesta desde la incorporación de principios metapolíticos), no será posible llevar a buen puerto la conducción política de la sociedad.


Finalmente llegamos a la tercera categoría aristotélica, la poiesis. Este término es bastante rico de acuerdo al enfoque filosófico que se le imprima, pero, desde la analítica del filósofo ateniense, se refiere básicamente a la producción de bienes, de entes. Ciertamente nada de malo hay en la generación de cosas. La productividad constituye una ciencia sin la cual muchas de nuestras necesidades no podrían ser satisfechas. El problema estriba, y hacia allí apunta mi reflexión crítica, en la predominancia del factor productivo sin el adecuado asentamiento del conocimiento científico que le confiere la filosofía primera, en torno a la consolidación del suelo axiológico que garantice su adecuada funcionalidad. Es decir, sin un apropiado marco ético, la producción devendrá en catástrofe. De hecho, la industria armamentista se constituye como la más descomunal área productiva y la tecnología puesta a su servicio, paradójicamente, está construyendo la más sofisticada herramienta masiva de destrucción, y en ese sentido, podemos remitirnos a la figura del simio al que se le entrega un fusil. Curiosamente, de acuerdo a la cosmovisión india, se considera el conocimiento desprovisto de valores morales como avidya o nesciencia[2]; una forma diabólica de inteligencia que deviene en la más grosera ignorancia.


En suma, sólo el establecimiento de una apropiada educación (ciencias teóricas) permitirá el desarrollo de una sólida estructura moral (ciencias prácticas o políticas) al servicio de una equilibrada capacidad productiva (ciencias poiéticas), todo lo cual debe ser puesto al servicio de la humanidad, en función de la satisfacción de sus diversas necesidades.


La guerra, cualquier guerra, desde esta perspectiva, aunque sabemos que el conflicto, sea cual fuere, ha de surgir casi irremediablemente, tendrá peores consecuencias de acuerdo a cuan desatendidas estén nuestras necesidades educacionales más intimas, y con ello no pretendo establecer que todos debamos volvernos filósofos; pero de hecho, la idea de que el saber filosófico sea sólo para unos pocos, o peor aún, que la filosofía deba ser proscrita como una materia disfuncional a los avatares de la modernidad es una idea peligrosa, ya que todos tenemos derecho a pensar, y pensar con rigor, y como consecuencia de ello, que nuestros actos reflejen humanidad, en vez de tecnificar del modo más refinado posible nuestra animalidad bélica. La guerra es el reflejo de cuán lejos estamos de alcanzar lo que nuestra propia dignidad reclama.


Referencias:

-Aristóteles, Metafísica. Madrid: Alianza editorial, 2008.

-Aristóteles, La Política. Madrid: Alianza editorial, 2015.

-Reale, Giovanni; Antíseri, Darío, Historia de la filosofía. Bogotá: San Pablo, 2015.

-Śrī Īśopaniṣad, Bhaktivedanta VedaBase

[1] Corriente de filósofos que comprenden la sociedad y la política como un contrato establecido por los miembros de una colectividad mediante consenso. Entre los principales contractualistas destacan Hobbes, Locke, y Rousseau. [2] Véase Śrī Īśopaniṣad, verso 9, 10, 11.

 
 
 

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