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La muerte, el discontinuo ángel de la inestabilidad

  • rbravoruiz
  • 21 abr 2022
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 12 jul 2024


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La muerte llega sin anunciarse. Y llega antes de que llegue, antes de que se expresen los cambios que esta suscita, poniendo al descubierto lo más desgarrador de sí misma: el decaimiento de nuestras estructuras más íntimas. La muerte es el interruptor por excelencia de todos nuestros focos de continuidad.


La manera más eficiente que tenemos de protegernos del vacío que nos confiere la existencia misma y el horror a la finitud, es aferrarnos a diversos focos o factores que nos proporcionen un sentido de estabilidad, de preservación, de continuidad. Estos focos asumen la forma de tradiciones, cultos, trabajo, legado, valores y, por supuesto, quizá el más importante, la familia.


La familia no es sólo un grupo de personas con las que estamos vinculados genética, social y afectivamente; la familia constituye nuestro continente existencial más cercano, es el sustrato primero de nuestro sentido de pertenencia e identidad, el núcleo más sólido desde donde proyectamos nuestra capacidad de sentirnos parte activa del mundo. Por tanto, nuestra muerte comienza desde que nuestros seres amados desaparecen.


Hace algunas semanas uno de mis mejores amigos perdió a su madre, y su testimonio fue vital para animarme a compartir estas líneas: siento que quedé en la nada. Eso lo sintetiza todo. Muchas veces no reparamos en ello pero nuestros seres amados lo son, básicamente, porque nos permiten seguir siendo. Somos, gracias a su validación. Nuestra existencia se halla garantizada por la expresión de continuidad que surge del reconocimiento de quienes nos aman. Cuando mueren nuestros seres amados desaparece una parte de lo que patentiza nuestra propia existencia. Cuando mueren nuestros amigos, parejas, familia, muere una parte de lo que representamos. Quizá un factor importante de nuestro sufrimiento en el duelo no lo es tanto la persona ausente, sino el hecho de que nuestros muertos se llevan consigo parte de lo que somos. Nuestra identidad, contenida en gran medida en ellos, ahora se fue dejándonos un tanto incompletos. Cuando lloramos a nuestros muertos nos lloramos también a nosotros mismos.


La muerte nunca es estrictamente un fenómeno individual, la muerte es un acto sistémico de desvanecimiento continuo y programático, la muerte es la máxima expresión de la intersubjetividad del mundo. Decía Anaxágoras, que no existe la posibilidad de que un átomo desaparezca sin que lo resienta el universo entero. Cada persona muerta transforma el mundo en un lugar menos amplio, menos vital, en un escenario más asimétrico cada vez.


Pero, ¿cómo volver a ser felices sin aquellos que amamos? No me atrevería a dar una respuesta categórica a semejante pregunta, ni tampoco me provoca adscribirme a ninguna postura religiosa o de la nueva era que intente proporcionarme buenamente visos de esperanza. Quizá una sola respuesta llega a mi mente: No se puede. Al menos no de la forma en la que lo éramos antes. No se pude volver a lo que fuimos, pues lo que antes fuimos se sostenía, en gran medida, gracias a aquellos que ya no están. No podemos ser los mismos porque estamos muriendo a cada instante; nuestras estructuras se desmantelan día a día, minuto a minuto, cual piedra deformada por una perseverante gota de agua a lo largo del tiempo. Como dijo Federico Luppi en una película de Adolfo Aristarain: Se entiende, aunque no se lo quiera aceptar, que la vida nace con la muerte adosada, que la vida y la muerte no son consecutivas sino simultáneas e inseparables.


Nuestra existencia es parecida a vivir en una gran casa cuyos ambientes se encuentran todos iluminados desde que nacemos, y nosotros estamos situados en la estancia principal, en el centro de la residencia. En la medida que crecemos somos testigos de cómo se van apagando las luces de los distintos ambientes; pero al comienzo, casi siempre, los ambientes oscuros se encuentran lejos de nuestra estancia. Con el tiempo las luces se seguirán apagando hasta llegar a los cuartos contiguos, a los espacios más cercanos a nosotros, entonces habremos de entender que las tinieblas empiezan a ganar terreno. Perder a un ser amado es perder las lámparas que nos alumbran, es quedar parcialmente en tinieblas, es la disolución progresiva de todo cuanto nos ilumina. En ese escenario no hay nada que hacer más que aprender a vivir un poco en la oscuridad de sus ausencias, entrenarse para seguir funcionando en las tinieblas de la nostalgia y, a veces, encender una vela en su memoria, pero una vela jamás podrá remplazar la luminosidad de aquellos cuya luz se extinguió.


Bertrand Russell decía que, respecto a la muerte, uno debe ser poco solemne; uno no debería hablar de ella en tono dramático ni taciturno, y cuando se trate de comunicársela a otros, decía Russell, debemos ser tan pragmáticos como cuando anunciamos que cambiaremos de domicilio. Aquel me parece un sabio consejo, una manera íntegra de asumir la incertidumbre, aunque pienso que muy pocos llegarán a encarnar tremenda instrucción. Dicen los Upanisads de la India que el alma del hombre tiende a la eternidad; que el instinto de conservación, de permanencia es natural e inquebrantable, en palabras de Max Scheler, dada nuestra frenética vocación de infinito, esa misma vocación de infinito que nos invitará una y otra vez a circunscribirnos a diversas estructuras, a acogernos a cuantos factores de continuidad encontremos en la ruta.


La muerte es el fin progresivo de toda estructura, de todo continente, de todo cuanto nos hace sentir que somos constantes y que nuestra existencia es tan concreta, sólida y objetiva como las rocas; esas mismas rocas sobre las cuales hemos de grabar, paradójicamente, nuestros nombres con la esperanza de alcanzar la inmortalidad.

 
 
 

1 comentario


Lissete Velaochaga Suárez
Lissete Velaochaga Suárez
27 mar

La muerte es como un aviso inesperado , que nos recuerda que nuestra existencia es frágil y limitada . Es como una puerta cerrada, que se lleva consigo la llave de la memoria dejándonos solo con el eco de los recuerdos.

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