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La muerte: un modelo de salud.

  • rbravoruiz
  • 2 jun 2020
  • 5 Min. de lectura

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Te has preguntado alguna vez qué tan influyente es en tu vida el “miedo a dejar de ser”? Tras la lectura de uno de los más importantes tratados de psicología existencial/humanista, “Psicoterapia existencial” de Irvin Yalom[1], mi atención se centró en un tema recurrente de dicha obra (y del autor): La muerte, y los denodados esfuerzos del individuo por intentar entenderla o sacudírsela de encima.

Me gustaría contrastar mis conclusiones de dicha lectura con un extraordinario pasaje del mítico Mahabharata, una de las obras literarias más antiguas y con mayor profundidad filosófica de oriente. Retomaré los detalles de este intento de contraste luego de explayarme en el punto anterior.

La propuesta psicoterapéutica existencial, y la del autor citado en el presente escrito, intenta expandir la visión del ser humano más allá de las posibilidades estrictamente psicológicas. Siendo que la mayoría de autores se esmeran por explicar los fenómenos humanos partiendo de su pasado y sus pulsiones -esbozando con ello una imagen del hombre que no permite percibir todo aquello que anida en su fuero más íntimo, todo lo cual en definitiva no encuentra su génesis ni en el subconciente, ni en el organismo, ni en los arquetipos culturales-, Yalom desafía los parámetros de la ciencia al presentar un modelo psicodinámico que adjudica en gran medida, o en su totalidad, los diferentes trastornos conductuales del individuo a su temor basal a la muerte. Dicho de un modo simple: básicamente el individuo enferma por temor a morir.

El temor a morir no es algo ajeno al deterioro de nuestra conducta. Morir es una condición ineludible e interpelante, todo nacimiento se produce con fecha de caducidad. Heidegger dijo: “apenas un hombre viene a la vida es bastante viejo para morir”[2]. Celebramos el nacimiento de un modo tan desaforado que muchas veces olvidamos que la única garantía de dicho evento es la inminente muerte de aquel que nace.

En medio de la incertidumbre ante las permanentes amenazas del tiempo, nos envolvemos con historias y quimeras que nos hacen pensar que la muerte está “afuera”, lejos, sin pensar que la traemos encima tan íntimamente abrazada a uno que la perdemos de vista, olvidando así que la vida y la muerte no son consecutivas, son simultáneas.

Para evitar pensar en el advenimiento del final, nuestro cuerpo psíquico desplegará toda una gama de recursos y estrategias defensivas que tendrán por objetivo distraernos del hecho concreto de nuestra inevitable partida y todo lo que ello acarrea, lo cual, en última instancia le corresponde resolver al "muriente" mismo. Yalom describe de forma rigurosa y detallada las distintas categorías implícitas en tales actos defensivos, todo lo cual no cabría en este pequeño texto.

El punto que quiero traer a colación y a reflexión es cómo, en un sentido, la mayoría de nosotros nos veremos tentados a incurrir en este dilema existencial, en esta suerte de auto sabotaje absorbiéndonos en el trabajo; afiliándonos a cuanto recurso distractor caiga en nuestras manos- en tal sentido el universo digital adquiere gran relevancia-; entregándonos de un modo compulsivo a placeres efímeros; o en última instancia, a desarrollar cuadros neuróticos que busquen promover la negación de aquello que representa, en un sentido, el más importante momento de la vida: su punto culminante.

Quizás todo lo dicho pueda ser interpretado como un discurso fatalista, desprovisto del espíritu vital que ansiamos conjurar en todo momento, pero justamente este es un tema crucial: ser concientes de nuestra propia muerte es la manera más auténtica y vital de existir, ya que sólo el pleno conocimiento (y aceptación) de la vida en términos de su periodicidad hará que podamos darle al tiempo un carácter de profunda relevancia. No en vano Viktor Frankl[3] sentenció: “la muerte es acicate para la acción responsable”.

Me permito en este punto traer a colación lo mencionado anteriormente respecto al Mahabharata[4] para dedicar algunas líneas a sintetizar uno de sus textos. Hace miles de años un rey de nombre Yudhisthira paseaba por el bosque cuando fue interceptado por Yamaraja, el mismísimo superintendente de la muerte de acuerdo con la cosmovisión india. Yamaraja, quien resultó ser el padre del rey, quiso poner a prueba la inteligencia de su hijo y asumiendo la forma del guardián de un lago le hizo una serie de preguntas del más alto calibre filosófico. Una pregunta es la más importante: “¿Qué es aquello que te genera el más profundo desconcierto?”. Yudhisthira, poderoso rey, poseedor de la más amplia cultura, y testigo de todo cuanto pueda conocer un hombre, contestó de inmediato: “lo más desconcertante es ver a los hombres morir a diario, a cada instante, y cómo aquello no genera en nadie la menor preocupación”. Más allá de la multiplicidad de significados que pueda contener esta obra, y en particular esta escalofriante revelación, lo que intento destacar es cómo dos pensamientos tan distantes, geográfica y temporalmente, pueden dar en la médula de un modo tan similar. Y es que desde tiempo inmemorial el individuo se resiste a morir, despojando así a la muerte de su carácter redentor.

Una y otra vez se repite esta misma historia; nos ocultamos del destino negando parte de lo que somos; estamos dispuestos a renunciar a conocernos plenamente intentando abrazar una promesa vacía; nos aferramos a una artificiosa idea de permanencia, a una estancia somera, tan profunda como una grieta en el pavimento, de un pasar por el mundo como quien mira sin ningún compromiso el aparador de una tienda, sin establecer un verdadero pacto con la propia existencia, y paradójicamente, de este modo renunciamos a nutrir nuestra más íntima vocación de eternidad.

No es mi intención establecer ni promover una fórmula mágica para resolver el problema de la muerte. Considero que en todo ser humano hay suficiente riqueza para encontrar ciertas claves que le permita acercarse a una posible respuesta. En este sentido existe el libre albedrío para echar mano de todo cuanto se halla expuesto en el marco de la cultura, la historia y la genuina religiosidad humana, todo lo cual debería ofrecernos una saludable capacidad exploratoria y eventualmente generadora de respuestas, nuestras respuestas; pues, así como esta vida es nuestra, nuestra muerte no puede ser firmada por otro.

Tampoco deseo presentar la propuesta de Yalom como una mejor manera de concebir la psicología humana. Quizás lo que busco, en un sentido, es consolidar una certeza proyectando mi propia incertidumbre en todos ustedes. Sin embargo, hay algo de lo que no puedo evitar sentirme tentado de difundir, y es la necesidad de exponernos ante estas inquietudes, aunque en muchos casos nuestro aturdimiento mundano haya promovido más quietud de la necesaria.

Pensar la muerte es sacudirnos la modorra del mal vivir, y vivir una mejor vida comienza por aceptar que nuestro paso por este mundo no es menos fugaz que el placer que sintieron nuestros padres al conjurar nuestra presencia en él.

[1] Psicoterapeuta, catedrático y escritor estadounidense, uno de los más destacados exponentes del movimiento psicoterapéutico existencial humanista. [2] Ser y tiempo, 242. [3] Psiquiatra y neurólogo austriaco, creador de la Logoterapia, la tercera fuerza psicoterapéutica vienesa junto al psicoanálisis freudiano y a la psicología individual de A. Adler. [4] Antiguo texto de la India clásica (3000 a/c) célebre por su carácter épico y profundidad filosófica, su autoría se le atribuye al sabio Vyasa.

 
 
 

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