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La primavera y la musicalidad del sentido

  • rbravoruiz
  • 3 jun 2020
  • 2 Min. de lectura

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La música es el arte por excelencia, una amalgama de sensaciones manifiestas en una vertiginosa y perfecta síntesis de control y caos. Desde el silvestre silbido de un pájaro o el sutil solfeo del viento, hasta el embriagante gorgoreo de un yaraví; los sonidos conspiran entre sí conformando la banda sonora de nuestra vida. Todo, absolutamente, puede ser percibido como un mensaje musical si afinamos nuestra escucha hacia la captación de lo valioso. Pero ¿Qué es en si la música?, ¿De qué se constituye aquella magia que nos permite comprender de forma tan sublime aquellos misterios a los cuales la palabra no tiene acceso? Ahí, donde el lenguaje humano no se abastece para describir rigurosamente lo inaprehensible, nos llega como respuesta una melodiosa caricia al corazón.


Pues bien, partamos por definir la música como la más avanzada forma de entender y percibir el principio de armonía. La armonía sugiere la coexistencia de diversos elementos distintos entre sí en una organización perfecta y sublime, constituyendo lo que podríamos definir propiamente como belleza: lo uno y lo otro conjugándose para potenciar su valor. Unidad en diversidad en su forma más excelsa.


Pero no solo la música de los hombres cumple estos principios, también la naturaleza irrumpe como una sinfonía de mensajes que nos habla de un permanente renacer, de un súbito florecimiento primaveral oculto en la promesa de una noche de invierno. Cada acto, cada evento acaecido encripta una nueva y vigorosa enseñanza, la naturaleza posee un prominente potencial didáctico y depende de nosotros el poder escuchar su musicalidad oculta, en cada brisa, en cada tormenta, en cada alba, en cada estación. Es fundamental entender que, así como la música constituye su belleza en la mixtura de lo uno y lo otro, el sentido de lo humano se consolida en la integración responsable y armoniosa de la dicha y el desdén; en el óptimo balance de todo aquello que incide ineludiblemente en nuestro diario quehacer; en la sabia conjugación de los polos opuestos, sea placentero o doloroso, todo aquello que toca nuestra puerta representa justo aquello que secretamente nuestro ser conjura para crecer y amar, más y mejor.


En este contexto la primavera y su musical advenimiento no son sino la validación de nuestra más íntima esperanza, esa esperanza extraviada en el atardecer de los tiempos, cuando la fría noche nos hace olvidar que la oscuridad garantiza la inminencia de la luz; que el frío no es más que el preludio de un caluroso despertar; que una situación dolorosa intensifica la autenticidad de nuestras futuras alegrías.


Se avecinan cambios, nuevos atardeceres, nuevos sonidos, una música nueva en cuyo centro se oculta un inacabable relato de amor, de dolor, de alegría y de pena, de llanto y de risa, de finitud y eternidad, un relato tan viejo como nuestro deseo de aprehender lo inalcanzable, de encontrar respuestas definitivas, de saltar y tocar la luna, de hallar el sentido último de nuestras vidas, de vivir o morir percibiendo lo valioso, o simplemente, detenernos y escuchar el tarareo de las estrellas que nos invita a permanecer despiertos y atentos, para evitar perder el compás de la existencia.

 
 
 

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