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Sentido, apriorismo y vacuidad

  • Giuliano Milla Segovia y Rodrigo Bravo
  • 7 jun 2021
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 9 jun 2021


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Un breve ensayo sobre el problema del sentido y el sin sentido de la vida


Imaginemos una vida semejante a una embarcación en medio del desierto. Algo que irradie la más abrumadora incoherencia y desconcierto. Una vida que alberge, como único tripulante, una profunda e inclemente sensación de absurdidad e irrelevancia. Esta es la idea general de una vida carente de Sentido vital. El Sentido de vida es el panegírico que brota de la propia dignidad humana ante la amenaza de verse convertida en una más de las herramientas que solemos usar para usar las cosas. En un momento histórico como el que vivimos, donde nos hemos vuelto más expertos que nunca en el manejo de las cosas, surge la paradójica situación de habernos transformado en una de aquellas cosas que fomentaron nuestra experticia.


Existen diversas motivaciones[1] que disparan una multiforme gama de conductas y situaciones las cuales usamos como punto referencial para intentar comprendernos individual y colectivamente, ignorando que partimos de una condición taimadamente influida por todo aquello que prefigura el engañoso acertijo de nuestra autocomprensión. Somos, muchas veces, como un niño sorprendido por lo rápido que corre junto al avión que sostiene en su mano.


Pero hay una motivación que llega sin avisar cuya presencia es fortuita e inestable; nadie sabe de dónde viene ni cuánto permanecerá cuando llega, o si volverá a ausentarse prolongadamente hasta que de súbito reaparezca con soberbia e inextricable autonomía. El Sentido de vida es la enigmática motivación que nutre el apetito del ser que se resiste a quedar petrificado en el vasto panteón de la objetualidad histórica.


El Sentido es aquello que me orilla a pensar en el hecho de que puedo pensar. De sorprenderme del hecho de darme cuenta de que puedo darme cuenta de las cosas. Si bien, en un sentido, soy “una cosa más del mundo”, puedo a la vez pensar mi coseidad e intentar escudriñar su más íntimo significado. Soy una cosa que se sabe cosa y que se opone a ser aquello que mi coseidad dictamina. El Sentido salta a la experiencia cuando dejamos de preguntarnos por qué la tierra es menos dúctil que la arena, siendo que es asombroso el hecho mismo de la tierra y de la arena. Es igualmente asombroso que hayamos dejado de sorprendernos por el hecho de que las cosas sean, cuando podrían simplemente no ser[2]. En algún momento de su vida el ser humano contrajo la grosera costumbre de confundir lo milagroso con lo gratuito.


Por fortuna, a lo largo de la historia, nos hemos preguntado desde la boca de algunos mártires del pensamiento qué es aquello que nos impele a buscar algo que aparentemente no se encuentra en la epidermis de la satisfacción y el poder; qué es esa fuerza que me coadyuva a rebelarme contra los ensordecidos mandatos de un destino que tiene talante de realeza y cuyo cetro es la guillotina con la cual busca decapitar nuestra vocación de libertad.


Podemos establecer, en términos filosóficos, dos grandes posturas respecto al paradigma del Sentido vital. Por un lado, aquella que postula el Sentido como a priori a la experiencia humana. Desde este lugar se concibe que, en su amplio marco de posibilidades, el mundo entraña un significado y propósito últimos los cuales es deber de cada persona el desvelarlos como su más sagrada misión. En esta línea de pensamiento ubicamos a Viktor Frankl[3] y la Logoterapia, una propuesta psicoterapéutica centrada en el Sentido de vida como modelo de salud. Partiendo de las ideas metafísicas de Max Scheler[4] y de una teleología compartida por filósofos como Gabriel Marcel[5], Frankl nos invita a pensar la existencia como una suerte de expedición arqueológica, donde es preciso cavar en las profundidades de nuestra propia experiencia para descubrir variados vestigios de significación, los cuales se constituyen como evidencia de un trasfondo integrador o suprasentido[6], prefigurando así la presencia oculta de una fuerza dadora de coherencia y plenitud. En más de un sentido dicha postura podría interpretarse teológicamente, sin embargo, en su planteo, Frankl deja abierta la posibilidad de atribuirle a dicha fuerza la identidad que más se acomode a la cosmovisión del auditorio en términos generales, y a la de sus pacientes en particular.


La perspectiva del sentido inherente al mundo nos ayuda a comprender, diría Frankl, el carácter integrativo de los sucesos, los cuales, a pesar de darnos muchas veces la impresión de mantenerse fragmentados, demuestran en última instancia estar íntimamente conectados. La percepción del Sentido, desde esta perspectiva, no solo dota de alivio al observador sino de una profunda confianza en el ritmo natural de los acontecimientos, cuya cadencia y dinámica obedecen a una lógica que de un modo progresivo irán revelándosele a su intuición y comprensión subjetiva, constituyéndose como un poderoso motor de esperanza.


Muchas veces el lenguaje popular manifiesta nuestra eventual adhesión a esta postura, cuando decimos frases como “por algo pasan las cosas”, “todo sucede por algo”, “hay que confiar en el destino”, “no hay mal que por bien no venga”. Estos saberes no sólo dan fe de nuestra arraigada condición natural de esperanza ante el futuro, sino que nos permiten acercarnos a la comprensión de cuan poderosamente se constituye la estructura de nuestra intuición. Ciertamente una de las cosas que menos sabemos es todo lo referente a eso que llamamos intuición, y menos aún sobre cuáles son las fuerzas que operan sobre ella y en qué medida puede verse afectada por los llamados arquetipos culturales, o si más bien, esta es el principal insumo que los faculta. En todo caso, la perspectiva del Sentido inherente, establece una importante relación entre el individuo y sus facultades intuitivas, entre el ser pensante y esa extraña e inapelable tendencia a intentar concatenar todos los tiempos y predecir un objetivo.


Compara Marcel este modo particular de entender el Sentido de vida con una gran obra de teatro, donde el protagonista es cada ser humano interpretando un papel del cuál debe apropiarse de la manera más apasionada y auténtica, logrando de este modo enaltecer el libreto y la historia a la cual está de antemano circunscrito.


La otra importante postura teórica sobre el Sentido de vida concibe esta idea quizá de un modo más enardecido. Para esta el Sentido Vital no es un a priori a la experiencia sino más bien un a posteriori. Es decir, no hay un sentido inherente a las cosas, es el ser humano responsable de crearlo/construirlo/manufacturarlo, yendo con espíritu anarquista contra la arbitrariedad de un mundo que se empecina por imponer salvajemente su honda e inapelable vacuidad. Marcel dirá respecto a este, en la línea de la analogía anterior, que el mundo no es una obra consagrada ni diestramente guionizada, ni se encuentra el ser humano provisto de libreto o pauta algunos; todo lo que hay, dirá Marcel, es un gigantesco escenario al cual el actor es arrojado teniendo entre manos únicamente su vida, pasión y muerte, las mismas con las cuales improvisará sus parlamentos y movimientos dándole a su existencia la forma y fondo que le plazcan.


Aquí el Sentido es póstumo y maleable, pero fundamentalmente bajo la razón del sinsentido. El sinsentido se revela como un quiebre, como un inconveniente fundacional: el de haber nacido, al decir de Ciorán[7]. Con él, el orden del mundo se desestabiliza, nos desarraigamos, perdemos el cosmopolitismo que nos patenta como lógicos ciudadanos de este universo. Somos extranjeros, foráneos desorientados, que a mitad de camino olvidaron a dónde iban. Más aún, cuando alguien se los recordó ya no quisieron ir. ¿Para qué? Si todo es inefable. Si el mundo no responde. Nada tiene sentido. O todo ha dejado de tenerlo. ¿Será justo pedirle al mundo que responda? Como si un árbol con su presencia respondiera, a voz de Martín Adán: ¿quieres saber quién soy? Ve a mirar el mar. El mundo está callado, esa es su respuesta. Da la impresión que es indolente y no escucha, es sordo a la inquietud y la confusión. De ahí lo absurdo, donde surdus refiere a sordo.


Así, para Camus[8], hay un sentimiento de lo absurdo, del no escuchar respuesta, que inquieta. El hombre absurdo ha descubierto que el mundo no habla, o mejor, que no escucha. Irá por el mundo denunciando que “el universo está callado, y nosotros hemos inventado que habla”. Somos los homicidas del silencio. Los camaleónicos ventrílocuos que se inventaron voces pre-ontológicas, jurando que Dios le respondió a Job. De ello, que este sentimiento absurdo troque en razonamiento absurdo, como base para mirar el mar en vez de andar preguntando qué es la piedra, o la mano, o el ser humano. Porque el mar aparece para deformar lo formado. Para reformar lo que de tanto ser sí mismo se ha saturado, de tanto ser sí mismo es nada o nadie. Y que al saberse nadie, desea validarlo, para reconocerse como tal. Pero el mar llega como ola que borra lo escrito en la arena, para que sea reescrito. Porque el guion deviene en farsa y nadie la soporta. Hace falta reescribir. El hombre absurdo deviene a su vez en hombre rebelde. Acepta ser el guionista aun sabiendo que lo que sostiene el guion es una hoja en blanco, el vacío. Que el mundo se ordena con los algoritmos que hay a la mano, pero que bajo estos algoritmos hay un “desinfinito” que absorbe consigo la realidad. Reconoce que el guion es provisorio, que es el azar jugando a la certeza, el caos con los trajes del orden. Donde este absurdo que se le advino como inevitable, es ahora su herramienta para desengranar sentidos y certezas, para desmotar actos y puestas en escena. Para decirse a sí mismo, bájate del escenario, pero no de la vida.


No es preciso tomar partido por una postura o la otra, como si se tratase de una elección política. Si cada paso contiene una ruta o hay que inventarla lo sabremos en la medida que asumamos el camino. Como no dijo el poeta: caminante, no sabemos si hay camino, pero tus piernas sólo saben caminar.




[1] Básicamente se hace referencia a las teorías motivacionales que sustentan el principio o voluntad de placer y de poder, las cuales constituyen la base de la teoría psicoanalítica y de la psicología individual, respectivamente. [2] La frase hace alusión a la pregunta original de Leibniz: ¿por qué hay algo en lugar de nada?, retomada años después por Martin Heidegger en su célebre conferencia “¿Qué es metafísica?” (1929). [3] https://www.philosophica.info/voces/frankl/Frankl.html [4] https://www.philosophica.info/voces/scheler/Scheler.html [5] https://www.philosophica.info/voces/marcel/Marcel.html [6] Concepto ampliamente difundido en su obra “El hombre en busca del sentido último” (Ed. Paidós, 1999). [7] En el siguiente enlace podrá acceder a un artículo referido al pensamiento de Emil Cioran (y a Schopenhauer) en relación a la absurdidad, el sin sentido y el sufrimiento: https://repository.javeriana.edu.co/bitstream/handle/10554/18864/AldanaPinerosAlexander2016.pdf?sequence=3&isAllowed=y [8] En su novela filosófica “El extranjero” Camus aborda la problemática del absurdo, la apatía y el sinsentido.

 
 
 

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