Tradiciones; el susurro ancestral de la memoria.
- rbravoruiz
- 3 jun 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 4 jun 2020

“A diferencia del animal, al hombre no le dice un instinto lo que tiene que hacer, y hoy día tampoco hay tradición alguna que le diga qué debe hacer; pronto ya no sabrá qué quiere realmente, y estará tanto más dispuesto a hacer lo que otros hacen (conformismo) o lo que otros quieren que haga (totalitarismo)…” Viktor Frankl[1].
Luego de esta certera estocada frankliana, no nos queda sino emprender una osada ruta hacia la excavación de su más íntimo significado. Es cierto, hoy en día las tradiciones empiezan a extinguirse, a perder vigor, empalidecen mortuoriamente intentando mantener vigente la humanidad en el hombre, a preservar su dignidad al ritmo de sus estertores, manipulando los fuelles que ventilan los pulmones de la fe, esa fe que se va petrificando día a día, merced al desmedido apego del hombre por la mecanicidad de sus ciencias, al arrebato posmoderno de la constatación a toda costa.
Tradición significa transmisión, herencia, migración de un saber que además tiene un sabor, una riqueza propia que se revela a quien decida acomodarla a su cosmovisión, a quien osadamente pretenda extender un puente entre el mundo y los filtros de su análisis, a ese ser que apuesta por la confianza que le confiere el carácter pedagógico que posee la naturaleza.
Hoy quisiera traer a colación un recuerdo especial, una ligera remembranza que resuena aún en mi memoria. Cada vez que me remito al paisaje sonoro de mis recuerdos, no puedo evitar escuchar ciertas voces en un idioma raro, que me curan y acarician, una voz gentil y antigua que se apodera de la garganta de mis abuelas y que se sigue reproduciendo en cada rincón de mis pensamientos. Me refiero a la bellísima tradición del canto sanador, de aquel legado familiar que supera con creces el discurso antropológico que intenta aprehenderlo; de aquella sonoridad cuya esencia va más allá del mero acto de su registro electroacústico.
Me permito introducir brevemente algunos referentes de la tradición del canto sanador. Hoy en día existe una notable inclinación a la banalización de los saberes ancestrales. Por ejemplo, tenemos la alta demanda de consumo de brebajes, práctica que suele realizarse en un contexto ajeno a su planteamiento originario y que trae como consecuencia, entre otras cosas, una desvirtuada transformación de sus contenidos. Una de estas consecuencias, constituye precisamente cierto clima de confusión respecto de algunos rituales de sanación que no implican necesariamente la ingesta de plantas. Tenemos por ejemplo los ícaros, cantos oriundos de nuestra amazonía, los cuales desde luego suelen formar parte de la parafernalia de los curanderos modernos, pero también se escuchan en algunas (pocas) casas, entonados para curar a los niños de algún susto, para combatir su inapetencia, o para espantar al fantasma del insomnio. Algunos científicos atribuyen al canto ciertas propiedades de relajación, así como la disminución de sintomatología vagal.
En la ciudad de Ayacucho está viva la costumbre de entonar los llamados takionqos[2] (take unquy), traducido como “enfermedad del canto”. Formalmente, dicha voz andina se identifica con un movimiento cultural de resistencia al cristianismo moderno, pero popularmente se reconoce como un canto materno con el cual se busca liberar a los niños de diversos malestares anímicos, caídas, sustos o llantos imparables, entre otros. Voces añejas y autorizadas despliegan esa potencia emancipadora e imbatible; aquella fuerza cuasi temblorosa de la abuela, que en un dulcísimo quechua susurra al oído del niño asustado: kutikamuy/maytam rinki/kaypim kani; “mi nieto adorado…por favor regresa… vuelve a tu cuerpo… te estoy esperando…”
A veces, dicho ritual, era complementado con una suave frotación que mamá o la abuela nos proporcionaban con un huevo blanco de granja, para así sustraer el malestar del cuerpo; luego rompían la cáscara del huevo y derramaban su contenido para examinar con pericia sus colores y formas a través de la transparencia de un vaso, cuales expertas radiógrafas, bajo la tenue luz de la cocina.
Por supuesto, estas tradiciones encuentran sus símiles a lo largo y ancho del mundo. Quién no escuchó alguna vez acerca de los mantras indios, o algún canto ceremonial nórdico, druida o centro americano; el mundo es un concierto secreto de plegarias de amor, que se resisten al paso del tiempo y a la indiferencia del pensamiento globalista.
En un breve proceso de documentación para la elaboración de este modesto ensayo, di con una bella frase que describe el espíritu con el cual obra el sanador ancestral, quien amaba curar mediante fórmulas sonoras, cuyas partituras se hallaban inscritas en lo más profundo de su corazón; una frase ampliamente alineada con los principios de la moderna psicoterapia existencial: “un maestro no transmite a su aprendiz “técnicas” ni instrucción formal sino que le acompaña y guía para que capte el conocimiento que le está predestinado…”. Ciertamente, desde la psicoterapia existencial, el terapeuta no funge de gurú o maestro, pero, en definitiva concibe el proceso terapéutico como la oportunidad de asistir al otro (el consultante) al encuentro de su propia experiencia sanadora; quizás no cantando, pero remitiéndose a la armoniosa cadencia del más humano diálogo.
Es una buena ocasión para reflexionar acerca de cuán dispuestos estamos de acceder a lo que por derecho nos corresponde; aquella riqueza que nos fue, y sigue siendo dada, por amor y humanidad. Hoy entiendo que las tradiciones no nos llevan al pasado; sería un error cultural pretender sentirse libre por dejar a un lado la historia, los saberes antiguos, aquello que no comulga con el ideal posmoderno de la evidencia científica. Por el contrario, las tradiciones nos permiten liberarnos del excesivo estar-presente; del yugo de la inmediatez; del consumismo desenfrenado y banal; de la infundada creencia en la riqueza de la vacuidad y el nihilismo.
No, las tradiciones no nos hacen anacrónicos ni supersticiosos, ni el renunciar a ellas nos eleva a una categoría superior. Las tradiciones nos permiten, entre otras cosas, y como diría Max Scheler[3], desrealizar el mundo; ir más allá de las imágenes, sonoridades y demás representaciones que el mundo moderno pone delante nuestro. Las tradiciones nos facultan a apreciar que más allá de las cosas, hay todo un mundo de otras cosas que aguardan por nosotros, y que demandan un sobresalto existencial que supere la mezquindad del pragmatismo y el utilitarismo.
[1] Psiquiatra y neurólogo austriaco, creador de la Logoterapia, la tercera fuerza psicoterapéutica vienesa junto al psicoanálisis freudiano y a la psicología individual de A. Adler. [2] http://peruanizandoelaula.blogspot.com/2015/01/taki-onqoy-resistencia-ideologica.html [3] Filósofo alemán (1874-1928), pionero de la antropología filosófica.



Comentarios